Tumaco, 2003. Los tipos llegaron como llegan los bandidos de las películas: en medio de la noche, en un paraje rural, justo cuando la energía se ha caído y la familia desprevenida conversa en medio de la oscuridad o a la luz de las velas. Pistola en mano fueron entrando. Buscaban a Don Da, como Conchita llamaba a su esposo Daniel. Él dormía en el segundo piso. Abajo, los chicos conversaban y Conchita revolvía papeles en el comedor.
–Don Da se fue a una reunión, allá atrás, donde un señor Videncio –mintió Conchita.
Mientras ellos salían espoleando a una de las hijas en la dirección del tal Videncio, Conchita subió corriendo las escaleras. Le cubrió la boca y le susurró bajito.
–Levántese ya, que vienen es a matarlo.
Don Da, incrédulo, se incorporó y asomó solo un poco su cara por el filo de la ventana. Allá abajo vio a un tipo, tras tras, se oyó cómo cargaba su pistola.
Don Da siguió sentado en la cama incluso cuando Conchita venía subiendo; una vez más, sólo que ahora la precedía uno de los pistoleros que agitaba la linterna echando luz sobre todos los rincones. Don Da dibujó una cruz entre su cabeza, su pecho y sus hombros. En nombre del padre del hijo y del espíritu Santo, Dios mío Dios mío, que sea lo que tú quieras.
Alguien debió estar atento a la plegaria que andaba pensando él mientras sonaban el ta ta ta de las botas subiendo las escaleras. Alguien, en algún lugar oyó sus pensamientos, porque de repente una sombra enorme lo señaló con un dedo renegrido y él, siguiendo una orden que no entendía, se levantó y se quedó de pie centímetros atrás del umbral de la puerta. El de la pistola y la linterna subió los escalones que faltaban y se detuvo también junto a la puerta. La nariz de Don Da casi rozaba la espalda del tipo, pero este no sentía su respiración, como si Don Da no exhalara el aire caliente que notaba salir de su propia boca. El chorro de luz se derramaba sobre la cama, la pared de enfrente, la mesita de noche, la pared tras el tipo, el suelo, el espacio bajo la cama, no había nada, no había nadie. Don Da se había vuelto invisible por unos minutos. Los tipos siguieron buscando en las demás habitaciones, tiraron muebles al piso y descubrieron el rostro de todos los que dormían en la casa sin encontrar al buscado. Gritaron improperios, preguntaron por los billetes, por la mercancía, ¿dónde está la merca? ¿dónde está la merca? Tomaron la moto de Don Da y los tres kilos de pasta base de cocaína que él había fabricado esa mañana y se largaron con las pistolas en el cinto.
Putumayo, 1995. Mientras Conchita paría con dolor en el hospital de Mocoa, su esposo de entonces se enteraba que les habían robado todo cuanto tenían, del otro lado de un teléfono una voz lo decía con claridad: si se quedaban en sus tierras, los matarían. Tomaron lo que pudieron y se alejaron rumbo a Tumaco, casi rozando el Océano Pacífico.
–Ella llegó acá con el ex-marido, y él no se amañó aquí, porque estaba acostumbrado a vivir de la coca, y aquí en esos tiempos todavía no había coca. Entonces él se fue, y ella se quedó. Conchita y yo nos juntamos y aquí nos quedamos desde hace 20 años.
Tumaco, 2017. Mientras Don Da recuerda su pasado con Conchita, piensa en su territorio, piensa en el arroz, piensa en la coca, piensa en la palma. Recuerda aquel tiempo cuando la mirada se perdía en el monótono dibujo de extensos y regulares cultivos de palma africana donde antes hubo pequeñas fincas de pancoger o “monte bravo”, como le llaman algunos de los que no olvidan cuánto pagaban las empresas aceiteras por tumbar la selva sobre la que luego se levantarían las palmeras.
Para entonces, cuando la palma llegaba a ocupar buena parte del territorio, se empezaba a escuchar en el departamento vecino el bramido del volar muy bajo de las avionetas. En el cielo se dibujaba una estela blanca mientras se alejaban las aeronaves y desde abajo se veía, desatado, el chubasco de veneno que caía sobre los arbustos de coca, sobre los cultivos de pancoger, sobre el agua y las cabeza de los campesinos *.
Al suroccidente colombiano, a Nariño, llegaron los colonos que huían buscando suerte, llegó la coca, los laboratorios, los raspachines y las cocinas. La mayoría llegó a Tumaco, que por su salida al mar representa ventajas logísticas para el transporte de la droga ya procesada a Centroamérica. “Los llegadizos” como le llaman los locales de Tumaco a quienes fueron llegando, venían del Meta, de Caquetá y de Putumayo.
Arribaban los “llegadizos”, arribaba la coca, y también iba desembarcando desde el interior del país, las FARC y los paramilitares del Bloque Libertadores del Sur.
–Todas esas tierras eran antes, como decimos nosotros, montaña, pura montaña; selva que la gente usaba para sacar los árboles maderables y para la cacería. La zorra, la iguana, el venado, ahora ya no se consigue ninguno de esos animalitos. Tumbaron todo.
Los locales recuerdan que aunque la palma llevaba décadas trayendo gente y tumbando monte, fue alrededor del 2.000 cuando el territorio empezó a poblarse, los negros y los indígenas awá ya no estaban solos. Los llegadizos fueron abriendo la selva y sembrando la coca.
Por esos días Conchita y Don Da, él negro y ella “llegadiza”, venían remontando el río desde Barbacoas, en Ecuador. En la canoa traían las semillas coloradas de la coca para venderlas al por mayor. También ellos sembraron, pagaban trabajadores al destajo para cosechar las hojas poniéndose los arbustos entre las piernas y halando con fuerza las ramas para desprender las hojas.
Luego allí, como en las fincas cafeteras de más arriba, en la montaña, empezaba el proceso tras la cosecha: unos con la hoja verde de coca, otros con las cerezas de café.
Los cafeteros despulpan las cerezas, las fermentan. El grano ya sin esa carne se lava y se lava para quitar el mucílago, se seca al sol hasta que la capa que lo cubre parece un pergamino.
Los cocaleros, en la caseta improvisada entre el monte, pican las hojas de coca, si no hay guadañadora, lo hacen dando sablazos con el machete. Gasolina, soda y empieza el baile encima de las hojas, pisando bien firme y manteniéndose atento al pasar del tiempo en el reloj para poner, en el momento justo, los demás ingredientes.
Los cafeteros trillan el grano seco de café, seleccionan y el mejor viajará hasta llegar a las fábricas de Suiza, a las tazas y los paladares de Europa y Estados Unidos.
Los cocaleros cuelan la coca, la limpian sacando todos los desechos. Cortar, pesar, vender. La pasta base *, que resulta del proceso, es vendida y llevada a las “cocinas”, esos laboratorios mucho más sofisticados que la toman y la cristalizan transformándola, ahora sí, en la cocaína que llegará primero al Océano Pacífico y de allí a Centroamérica donde dará el salto a las narices de Europa y Estados Unidos.
(Pasta base de cocaína es el producto intermedio en el proceso de extracción y purificación del clorhidrato de cocaína, la forma más extendida de consumo de cocaína.)
–Con la coca, usted no se sentía seguro ni con la plata en el bolsillo, usted tenía que cuidarse. Si usted trabajaba en una parte que era de la guerrilla, usted no podía vender donde hubiera paramilitares, porque la misma guerrilla lo mataba. Si usted vivía en una parte donde hubiera paramilitares no podía ni acercarse a la guerrilla, porque lo mataban los mismos paramilitares.
Con las FARC en el monte y los paramilitares en los cascos urbanos, vino la guerra, vinieron los compradores de hoja y de pasta y vinieron los impuestos, unos destinados para la guerrilla, otros para los paramilitares.
Los tatucos y las bombas atravesaban el cielo volando bajo y estremeciendo los cimientos de las casas. Durante el tartamudeo de los tiros en medio de la noche, Conchita y Don Da bajo la camas, con la frente pegada al suelo, susurraban: Nos mataron hoy sí nos mataron a todos nos mataron a quién mataron.
Si vienen de la vereda Candelillas hay que matarlos porque son guerrilleros. Si son de la vereda Imbilí hay que matarlos porque son paramilitares.
Asalto, explosión, ataque al oleoducto, combate, minas como semillas asesinas sembradas en la tierra, tiros en el aire, muertos navegando los ríos con carteles que indicaban la suerte que correría quien los pescara y enterrara. La vida y los días en el corazón de la guerra.
Aunque había coca, la gente seguía confiando en la palma, la legal, la que daba trabajo jornaleando, la de las empresas que compraban los cogollos que habían crecido en las fincas de los negros entre el plátano, el palo de matarratón, el chocolate, la yuca y el coco. De repente, las hojas jóvenes de las palmas se fueron tiñendo de amarillo, se secaron los ápices y las palmas empezaron a morir a puñados en Tumaco. Para el 2008 ya eran miles y miles de hectáreas de palma muertas, podridas y tiradas por el suelo. Cuando Conchita evoca esas imágenes piensa en las avionetas escupiendo el glifosato para matar la coca pero matando todo lo que había a su paso. Eso piensa ella y Don Da, y muchos más: que el culpable fue el veneno.
Aunque nadie ha podido probar la conexión entre el glifosato y la enfermedad de las palmas, y los entendidos acusan a el phyophtora palmívora, el hongo causante de la Pudrición del Cogollo; lo cierto es que las palmas murieron. Podridas en las plantaciones de las grandes empresas y en las de los pequeños productores que como Conchita y Don Da solicitaron préstamos para unirse al negocio legal de la región y venderle a las plantas de procesamiento. Con las palmas muertas, no quedaba nada.
Aquel mismo año, en diferentes rincones del país sobretodo en el suroriente, sueños de bonanza económica se cayeron de repente con la intervención del Estado a empresas que llegaron a pagar el 150% de interés a los pequeños inversionistas. Esquemas piramidales, captación ilegal de dinero, lavado de dinero y blanqueamiento de activos producto de otras actividades ilegales, del narcotráfico. Se cree que en Tumaco al menos el 80% de la población invirtió su dinero, el ajeno, el prestado, el producto de una venta rápida de la casa, de la finca, todo, todo en las pirámides. En los campos y cascos urbanos había quien se quejaba de que nadie trabajaba porque, según muchos, el dinero la gente lo conseguía de empresas con nombres narcisistas como DMG (David Murcia Guzmán, su propietario) o seductores como de DRFE (Dinero Rápido Fácil y Efectivo). Cuando las pirámides se desmoronaron, la gente quedó en la ruina. Hacían filas infinitas para tratar de averiguar si algo se recuperaría, lanzaban piedras a las oficinas desmanteladas de DRFE y DMG. Eran tantos, estaban solos y sin nada. Luego, casi enseguida, se levantó con furia el río.
– Perdimos cuatro caballitos, perdimos marranos, unas gallinas, así, lo que es cacao seco y pues las ollitas, los platos, las camas. Se llevó la guadua, la fruta, la palma que quedaba viva, la gente, las casas. El río se llevó todo.
Eso dice un habitante del barrio 16 de Febrero, al que le dicen Casa Verde porque, al principio, todos los remedos de casa eran lonas verdes tendidas. Fue la madrugada del 16 de Febrero de 2009, cuando animales y gente dormía. Candelillas, Imbilí, La Playa, La Playita, el Bajito, El Panal, Peña Colorada, muchas fueron las que se llevó el Río Mira, tan engañoso, tan fuerte. Empujó casas, cultivos, llevó el bramido angustioso de los animales rumbo al océano, las aguas del Río Mira ese día todo arrasaron.
Con la furia del río, la muerte de la palma y la devastación producto de las pirámides, la gente que tenía coca sembró un poco más; los que no tenían, limpiaron, tumbaron y pusieron la semilla. Nativos y colonos confiaron en la hoja. Otros, es cierto, también sembraron cacao, después de un tiempo algunos intentaron con la nueva palma híbrida. Pero hubo coca, mucha más coca que antes.
Fue entonces, con el negocio de la coca funcionando, cuando a la casa de Conchita y Don Da, los tipos llegaron como llegan los bandidos de las películas: en medio de la noche, en un paraje rural, justo cuando la energía se ha caído y la familia desprevenida conversa en medio de la oscuridad o a la luz de las velas. Pistola en mano fueron entrando.
– Cuando uno no se va a morir, no se muere ni porque lo maten.
Suenan con firmeza las palabras de Don Da mientras recuerda el miedo, la huida, la desesperada búsqueda de soluciones. Se ve a él mismo conversando con el jefe paramilitar en el casco urbano para saber si los asaltantes pertenecían a sus filas, y de ser así, entender qué debía a los paras y cómo arreglarlo para mantenerse él y su familia a salvo. No, no fueron ellos. Ve a Conchita remontando el Río Mira hasta llegar a El Playón para hablar con la comandante de las FARC, otra negativa, no eran sus hombres, no había sido la guerrilla. Otros cualquiera los habían robado y habían conseguido acrecentar el miedo que ya venían inoculando desde que andaban vendiendo las semillas. Después del incidente, Don Da y Conchita se armaron, consiguieron una 9mm, dos escopetas y munición. Ponían cerrojo a la puerta en cuanto caía el sol y solían esperar sintiendo el frío metal rozándolos, nadie los sacaría sin dar la batalla.
–Uno no puede dormir tranquilo, no come tranquilo. Uno no sabe si los mismos trabajadores planean pegarle varios pepazos y salir con la coca. También está el miedo a la ley, porque ¿usted se imagina lo que puede pasar si lo llegan a agarrar a uno con seis, siete kilos de base, con uno no más que lo agarren? Y ahí si se pierde la plata que uno emprestó para trabajar ese kilo de coca a ver si se ganaba quinientos o trescientos mil pesos. Se pierde más, porque cómo se paga un abogado. Toca que dejar las cositas abandonadas, los hijos abandonados. La vida la va dejando uno ahí.
Al final sí decidieron abandonar, pero no la vida, en lugar de ello dejaron 25 hectáreas de coca para que se las tragara la selva que rápidamente va recuperando el terreno que le han arrebatado.
–Con la coca también hubo de bueno, con eso compramos tierra, compramos varios lotes y hemos tenido cositas. Lo que ganábamos con la coca lo invertíamos en algo bueno, tampoco vamos a decir que todo ha sido malo, con la coca también nos ganamos unos pesitos. Pero desde que me asustaron pa’ acá, dijimos no voltiemos más con coca, la vida vale más que toda la plata del mundo.
Tumaco, 2017 Es noche cerrada en un paraje rural de Tumaco. Frente a su casa a orillas de la Carretera Binacional, en aquel camino polvoroso nunca terminado que conduce a Ecuador, Conchita y Don Da conversan balanceándose sobre sus sillas de plástico.
–La gente que vive adentro en la montaña no puede sacar su cosecha, se la tienen que comer o se tiene que podrir, porque no la puede sacar. La coca sí la pueden sacar, uno se echa 10 kilos de coca y viene fácil por cualquier parte, así no haya caminos, y en 10 kilos de coca usted trae 15, 20 millones de pesos, esa es la ventaja que tiene. Pero si tuviéramos carretera, vías penetrables para sacar los productos, casi nos estaría yendo igual o mejor con la agricultura legal, porque uno está más tranquilo.
La yuca, el cacao, el coco; en lugar de la harina de yuca, el chocolate, los aceites. En el campo colombiano el producto estrella que se transforma en los territorios para ganar algo de valor agregado es la coca, que luego pasará efectivamente a otro eslabón de la cadena comercial. Al ser transformada en los territorios, parte del dinero queda allí, en los cultivadores y los raspachines que viajan de finca en finca trabajando donde los necesitan, como los recolectores de café en distintos lugares de Colombia, o los “temporeros” de la uva y otras frutas en Francia. Queda dinero en los moto taxistas, en los lancheros, en los restaurantes y las cantinas. También queda una estela de violencia, de muerte y dolor asociada a un producto de uso ilegal, en unos territorios donde lo legal aún no alcanza para llamar al atención del Estado.
–Después de todas esas tragedias que pasaron: que el río, las pirámides, que la muerte de la palma, ahí fue que empezamos ya a pensar qué vamos a hacer. ¡Arroz! sembremos arroz. Yo tenía mi cuñado en el Putumayo, y me fui a traer la semilla de allá. Y empezamos a sembrar arroz.
Don Da y Conchita participaron en convocatorias de diferentes instituciones del Estado para conseguir préstamos y maquinaria para procesar el arroz, consiguieron inversionistas en Cali, en Pasto, y empezaron a cosechar hasta cinco toneladas y media por hectárea, y la tonelada llegó a valer $1.500.000.
–Pero todas las cosas las hace Dios, y de un momento a otro se nos vino una enfermedad del arroz que no se pudo controlar y entonces los que invirtieron se fueron, y dejaron tirado todo. Pero nosotros como somos de aquí no podemos dejar tirado, nosotros tenemos que seguir trabajando porque nosotros también comemos arroz. Nosotros ya llevamos en eso desde el 2009.
Eso dice Don Da, mientras Conchita se dirige a la sala de su casa, donde descansan 1000 kilos de arroz que han sido secados al sol en la terraza y están listos para ser pilados, empacados, vendidos. En la mañana Don Da pondrá uno a uno los bultos sobre el tanque de la gasolina de la moto y los llevará a la piladora de la asociación de productores y comercializadores que formaron con otras 99 familias para transformar el arroz “paddy” o con cáscara en “arroz blanco” que venden a los propietarios de las tiendas de la suya y otras veredas, para que ellos lo vendan al menudeo.
–En eso estamos ahorita, y es distinto que con la coca, nadie nos corretea por esto. Es lo más rico trabajar así, porque uno no tiene problemas de que nadie lo va a perseguir por eso.
Sentada frente a su casa Conchita recuerda que aunque la coca ya no está en la vida de su familia, sigue levantándose brillante por todo el territorio. Aún en medio de los planes de sustitución voluntaria en el marco de los acuerdos por el fin del conflicto entre las FARC y el Gobierno, aún con los militares tratando de arrancar los arbustos a la fuerza, aún con los compromisos establecidos por los Consejos Comunitarios, la coca sigue allí, y tal vez siga a pesar de los esfuerzos, porque quitarla no soluciona la vida de los campesinos que la siembran y la cosechan, porque a lo mejor la coca, como Don Da, mientras no sea su momento de morir, no morirá ni porque la maten.
“Ahora soy auxiliar de servicios generales en el colegio de aquí, de Candelillas, en este momento me desempeño como vigilante, pero mis tiempos libres los dedico a la agricultura. Cultivamos el arroz, cultivamos plátano y yuca pa’l sustento de la casa”. Don Da
“Al paso de cinco años de estar aquí, me fui metiendo en el cuento del liderazgo, me metí a la junta, a ayudar. Aquí en nuestra vereda no había nada, simplemente un colegio y una iglesia muy abandonados. Fui tesorera de la energía acá en Candelillas cuando había una planta comunitaria para todos, y ya con todas esas gestiones, fue legando la electrificación. Ya llevo 12 años de ser presidenta de la junta de acción comunal”. Conchita
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Tumaco, Colombia
Marzo de 2017
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